En Europa hay naciones en las que el habitante se considera como una especie de colono indiferente al destino del lugar donde vive. Los cambios más grandes sobrevienen en su país sin su contribución; no sabe ni siquiera qué ha pasado con exactitud; lo imagina; ha oído contar el evento por azar. Más aún, la fortuna de su ciudad, el aseo de su calle, la suerte de su iglesia y de su rectoría no le afectan en absoluto; piensa que todas estas cosas no le conciernen, y que pertenecen a un poder extraño que se llama el gobierno. Disfruta de estos bienes como un usufructuario, sin sentido de propiedad y sin ideas de mejora de ningún tipo.
Este desinterés por él mismo llega tan lejos que si su propia seguridad o la de sus hijos se ve finalmente comprometida, en vez de ocuparse de alejar el peligro, pliega los brazos para esperar a que la nación entera le ayude. Este hombre, por otra parte, aunque haya hecho un sacrificio tan completo de su libre albedrío, no ama más que otro la obediencia. Se somete, ciertamente, a la voluntad de un funcionario; pero se complace en hacer frente a la ley como un enemigo vencido luego que la fuerza se retira.
Por eso vemos que oscila constantemente entre la servidumbre y el libertinaje. Cuando las naciones llegan a este punto, deben modificar sus leyes y sus costumbres, o desaparecer, porque la fuente de las virtudes públicas se han secado: aún se encuentran súbditos, pero ya no hay ciudadanos.
Alexis de Tocqueville. La democracia en América