Quizás algún día la gente se asombrará. No se comprenderá que una civilización tan dedicada a desarrollar inmensos aparatos de producción y de destrucción haya encontrado el tiempo y la infinita paciencia para interrogarse con tanta ansiedad respecto al sexo; quizá se sonreirá, recordando que esos hombres que nosotros habremos sido creían que en el dominio sexual residía una verdad al menos tan valiosa como la que ya habían pedido a la tierra, a las estrellas y a las formas puras de su pensamiento; la gente se sorprenderá del encarnizamiento que pusimos en fingir arrancar de su noche una sexualidad que todo —nuestros discursos, nuestros hábitos, nuestras instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes— producía a plena luz y reactivaba con estrépito.
Y el futuro se preguntará por qué quisimos con tanto empeño derogar la ley del silencio en lo que era la más ruidosa de nuestras preocupaciones. Retrospectivamente, el ruido podrá parecer desmesurado, pero aún más extraña nuestra obstinación en no descifrar en él más que la negativa a hablar y la consigna de callar. Se interrogará sobre lo que pudo volvernos tan presuntuosos; se buscará por qué nos atribuimos el mérito de haber sido los primeros en acordar al sexo, contra toda una moral milenaria, esa importancia que decimos le corresponde, y cómo pudimos glorificarnos de habernos liberado a fines del siglo XX de un tiempo de larga y dura represión —el de un ascetismo cristiano prolongado, modificado, avariciosa y minuciosamente utilizado por los imperativos de la economía burguesa—.
Y allí donde nosotros vemos hoy la historia de una censura difícilmente vencida, se reconocerá más bien el largo ascenso, a través de los siglos, de un dispositivo complejo para hacer hablar del sexo, para afincar en él nuestra atención y cuidado, para hacernos creer en la soberanía de su ley cuando en realidad estamos trabajados por los mecanismos de poder de la sexualidad.
Michel Foucault. Historia de la sexualidad