Durante mucho tiempo el individuo se autentificó gracias a la referencia de los demás y a la manifestación de su vínculo con otro (familia, juramento de fidelidad, protección); después se lo autentificó mediante el discurso de verdad que era capaz de formular sobre sí mismo o que se le obligaba a formular. La confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los procedimientos de individualización por parte del poder.
La confesión difundió hasta muy lejos sus efectos: en la justicia, en la medicina, en la pedagogía, en las relaciones familiares, en las relaciones amorosas, en el orden de lo más cotidiano, en los ritos más solemnes; se confiesan los crímenes, los pecados, los pensamientos y deseos, el pasado y los sueños, la infancia; se confiesan las enfermedades y las miserias; la gente se esfuerza en decir con la mayor exactitud lo más difícil de decir, y se confiesa en público y en privado, a padres, educadores, médicos, seres amados; y, en el placer o la pena, uno se hace a sí mismo confesiones imposibles de hacer a otro, y con ellas escribe libros.
La gente confiesa —o es forzada a confesar—. Cuando la confesión no es espontánea ni impuesta por algún imperativo interior, se la arranca; se la descubre en el alma o se la arranca al cuerpo. La obligación de confesar nos llega ahora desde tantos puntos diferentes, está tan profundamente incorporada a nosotros, que no la percibimos ya como el efecto de un poder que nos constriñe; al contrario, nos parece que la verdad, en lo más secreto de nosotros mismos, sólo “pide” salir a la luz; que si no lo hace es porque una coerción la retiene, porque la violencia de un poder pesa sobre ella, y no podrá articularse al fin sino al precio de una especie de liberación.
Michel Foucault. Historia de la sexualidad