Las calles eran mías, el templo era mío, la gente era mía. Eran míos los cielos, lo mismo que el sol y la luna y las estrellas, y todo el mundo era mío, y yo el único espectador que gozaba de él. Nada sabía de groseras propiedades, ni fronteras ni divisiones; pues todas las propiedades y las divisiones eran mías; míos los tesoros y quienes los poseían. Y así me corrompieron con muchas alharacas y hube de aprender las sucias triquiñuelas de este mundo, que ahora desaprendo para volver, por así decirlo, a convertirme en un chiquillo a quien se le permita entrar en el reino de Dios.
Thomas Traherne