El “trabajo” ya no puede ofrecer un huso seguro en el cual enrollar y fijar definiciones del yo, identidades y proyectos de vida. Tampoco puede ser pensado como fundamento ético de la sociedad, ni como eje ético de la vida individual. En cambio, el trabajo ha adquirido –así como otras actividades de la vida– un significado mayormente estético. Se espera que resulte gratificante por y en sí mismo, y no por sus genuinos o supuestos efectos sobre nuestros hermanos y hermanas de la humanidad o sobre el poderío de nuestra nación, y menos aun sobre el bienestar de las generaciones futuras.
Solo unas pocas personas –y en contadas ocasiones– pueden reclamar el privilegio, el honor y el prestigio de realizar un trabajo que sea de importancia y beneficio para el bien común. Ya casi nunca se considera que el trabajo “ennoblezca” o que “haga mejores seres humanos” a sus ejecutores, y rara vez se lo admira o elogia por esa razón. Por el contrario, se lo mide y evalúa por su valor de diversión y entretenimiento, que satisface no tanto la vocación ética, prometeica, de un productor o creador, como las necesidades y deseos estéticos de un consumidor, un buscador de sensaciones y coleccionista de experiencias.
Zygmunt Bauman. Modernidad líquida