Nos hemos dejado seducir por el mito del progreso, de modo que en el plano social damos por supuesto que somos más inteligentes y más evolucionados que nuestros antepasados, y en el plano personal estamos seguros de que los adultos somos más inteligentes que los niños. Esta fantasía de la evolución alcanza niveles muy profundos y afecta a muchos de nuestros valores.
Vivimos en un mundo jerárquico en el que nos defendemos de nuestra naturaleza primitiva mirando con desdén a las culturas menos desarrolladas, y nos defendemos del carácter eterno de nuestra infancia insistiendo en la necesidad de una elevación gradual que, por mediación del aprendizaje y de la complejidad tecnológica, nos saque del niño para introducirnos en el adulto.
Esto no es una iniciación auténtica que valore tanto la forma de existencia anterior como la recién alcanzada; es una defensa contra la humilde realidad del niño, una humildad que —por más que avergüence a la prometeica avidez de controlar la vida, característica del adulto— está llena de alma.
Thomas Moore. El cuidado del alma